Tras una (breve) temporada de parón, hoy recuperamos los planes domingueros y nada mejor que hacerlo descubriendo nuevos lugares: el Ojo de Atxular era nuestro destino, las Campas de Arraba, parte del camino y, la Cueva de Supelegor algo con lo que no contábamos que nos ha gustado más, incluso, que nuestro objetivo principal. Allá vamos.
- Tiempo | 5 horas con mucha calma
- Distancia | 14 kilómetros
- Dificultad | Media
- Altura | 1.100 metros
No me cansaré de decirlo, viajamos hasta la otra punta del planeta en busca de lugares que nos dejen sin aliento cuando, a escasos kilómetros de casa, tenemos auténticas maravillas… y es que, qué suerte la nuestra por ser de Bilbao, todo hay que decirlo.
Personalmente, jamás había oído hablar del Ojo de Atxular, pero en cuanto me propusieron el plan, no cabía el no por respuesta. Si algo tengo claro, es que la naturaleza es fuente de energía y espacio para la desconexión y hoy, más que en mucho tiempo, necesitaba una de esas dosis de ponerme frente a la inmensidad: inhalar y exhalar. Coger en una carcajada todo el aire, y después respirar, que dirían un par que yo me sé.
La puerta a la mitología
La verdad, es que la ruta que, a priori parecía destinada a visitar la formación del Ojo de Atxular, una mirada hacia el Macizo kárstico de Itxina. Sin embargo, en cuanto comenzamos a hacerla, pronto nos dimos cuenta que era algo más de eso. El lugar en el que estábamos, desprendía magia por los cuatro costados. El Ojo que habíamos ido a ver, no era tal… se trataba de una puerta hacia el corazón de la mitología vasca. Las leyendas empezaban a rodearnos y nosotros, estábamos dispuestos a descubrirlas.
Resulta, que hacia donde íbamos, era hacia la morada de la mismísma Mari y sus lamias en el Gorbea, la gran diosa madre de los antiguos vascos. Desde mi ignorancia, creía que Ama Lurra (la Madre Tierra), vivía en la cueva de Anboto como ya conté en la visita a este monte que, por cierto, es de mis favoritos.
No obstante, esta debía de ser su segunda residencia, ya que pasaba 7 años en cada una de estas cuevas a donde iba acompañada de su séquito de sorgiñas y lamias. Es por ello, que más de un supersticioso entre los que se encuentran numerosos pastores del Gorbea, rehusaban de entrar a una cueva que, yo todavía, estoy asimilando haber visto.
Y, tal vez, sea precisamente por eso, por la superstición, el miedo o, por el respeto a evitar entrar en morada ajena, pero lo cierto es que nos ha sorprendido gratamente lo virgen que continúa Supelegor tras el paso de los años. En otros lugares, con cuevas bastante más pequeñas y con menos historia, puedes encontrar espeleología a turnos, iluminación interna, vayas y papeleras, charlas informativas y hasta conciertos en acústico… aquí en cambio, te encuentras la realidad. La cueva más auténtica y grande, que yo hasta la fecha, alcanzo a recordar.
La ruta desde Orozko
Lo cierto es que, si pienso en la ruta que hemos hecho hoy, que por cierto estaba muy poco transitada, la divido claramente en dos: por un lado, la subida que, como veremos a continuación tiene varias vías y, por otro, el mundo mágico de Mari, el kaos que se desata una vez pasamos el Ojo de Atxular.
Existen varias opciones para llegar hasta nuestro destino, pero las principales son, desde Pagomakurre y desde Orozko. Como la primera la tenemos bastante visitada al ser el origen siempre de nuestras subidas al Gorbea, esta vez, optamos por ir desde el municipio bizkaino de Orozko. Concrétamente, el punto en el que dejamos el coche y comenzamos a andar, es al final del barrio de Orozko, Urigoiti.
Tal y como yo lo veo, tenemos dos opciones para ir hasta la cima. En nuestro caso, fuimos por el que está marcado como 2 y volvimos como el que he puesto 1. ¿Cuál es la diferencia? El 2 es más corto y, aparentemente, más complicado ya que llega un momento que hay que atravesar bosque, está menos marcado y hay que tener algo más de cuidado con las piedras al no ser un camino al uso. En nuestro caso, la complicación la ha marcado el barro, ya que ayer llovió y por tramos estaba bastante resbaladizo el asunto. Menos mal que unos palos de madera, nos han ayudado a que esto fuera mucho más fácil 🙂
Para la vuelta, hemos optado por el tramo uno, con la intención de evitar el barro y por ver cómo era. Prácticamente, es todo un camino marcado y complicación, como tal no existe. Ahora bien, personalmente, creo que tiene alguna que otra cuesta que podría ser menos llevadera que el camino dos, además de que es más larga y el paisaje, pues precioso… pero me quedo con la autenticidad de atravesar el bosque. En definitiva y, por si no ha quedado claro, recomiendo el camino dos: eso sí, sin barro mucho mejor.
El caso es que ninguno de los dos caminos tiene pérdida. Además, en todo momento, vamos viendo la cima al final, así que si perdemos las señales, es cuestión de levantar la mirada y orientarnos fácilmente. En ambos casos, a nuestro lado, nos acompañan vacas y caballos que disfrutan de la vida y de su libertad, hasta que llegamos a las Campas de Arraba, la antesala de Atxular.
El tramo final, como ocurre en las buenas cimas, es el más pronunciado y hay que tener algo más de cuidado, pero como os decía, más por el barro que por «peligro real», que si pudiera haber en otro tipo de montes.
Y, de repente, te plantas ante él. Y te das cuenta, que sí que es un ojo y que, ante sí, tiene un paisaje espectacular que te podrías quedar horas mirando en silencio sin necesidad de pensar en nada. Simplemente, disfrutando. Y después, te giras, y piensas que no es un ojo sino una puerta, y que Mari te da la bienvenida a su pequeño gran kaos en Itxina: el paisaje cambia y diría que hasta el clima. Todo se envuelve en un aura mágica propia de esos lugares con encanto, que tienen tanta leyenda como historia.
Digo que el reino de Mari en el Gorbea es un caos, porque en apenas 700 metros que distan del Ojo de Atxular a la cueva de Supelegor, hay margen para piedras pronunciadas, socabones, hayas, «cráteres», simas… y muchos rincones en los que deshacerse en halagos.
Al final del camino, nos esperaba el gran postre en forma de una cueva inmensa pero, hasta entonces, suculentos platos se nos presentaban entre medias en un menú cada vez más delicioso. Antes de llegar, nos topamos casi más por casualidad que por causalidad, con dos cuevas que, ya entonces, nos parecieron grandes y que no alcanzábamos a imaginar, cómo podían estar allí.
Hasta que, de repente, alzamos la vista y la vimos: no había duda: estábamos ante el hogar de la gran diosa Mari. Encendimos la linterna de nuestros móviles y, empezamos a andar hacia dentro hasta que hubo un momento que decidimos volver… pero no porque hubiéramos hallado el final, sino porque aquello era inmenso e interminable.
Qué auténtica barbaridad. Aún descansaban los restos de una fogata que nos hacía soñar en las noches que tantos mendizales habrán podido pasar ahí, o de pastores que se resguardaban de la tormenta al cobijo de un gran palacio hecho cueva. Cuántas historias podrá contar esa cueva, cuantos secretos habrá escondido, a cuántas personas habrá cobijado…
Porque la vida a veces, no es sólo lo que vemos, sino todo lo que hay detrás.
Esa vida, que a veces te traiciona y te pone el mundo patas arriba y, con la que te enfadas y odias por momentos, por arrebatarte lo que más quieres… Esa vida, que sin permiso te quita un pedazo de ti, dejándote rota y vacía por dentro como lo ha hecho conmigo este 2020. Hoy, yo necesitaba empezar a plantar cara a esa vida y, tras unos días que no deseo a nadie, encontrar algo de paz… de esa paz que sólo la naturaleza te da. Hoy, cuando he llegado a la cima, no he podido más que mirar al cielo y acordarme de ti.
Periodista especializada en Marketing Digital y Big Data y nómada empedernida por naturaleza: YSIFLY es el lugar en el que hablo sobre mis ganas de no quedarme con las ganas de nada